Cartagena de Indias: La ciudad amurallada


Nelson Paredes

“¡Dejarse llevar! Llegar a una ciudad, ir a la terminal de autobuses, tomar cualquiera y dejarse llevar. Así habrá aventuras, cosas feas, cosas bellas, gente interesante, gente aburrida. Nunca se sabe. Así el mundo se ensancha.”
Cees Nooteboom

Viajar. Moverse de un lado a otro, el impulso atávico de esa condición primigenia del ser humano como lo es el nomadismo quizás constituya para algunos el principal motor de la existencia. Las posibilidades que abre la modernidad para tal objetivo se han ampliado y hecho asequible para una cantidad creciente de habitantes del mundo, dejando en claro que siempre este privilegio es para una minoría, tomando en cuenta los millones de seres humanos que pueblan el planeta.
Y aunque quisiéramos que esta posibilidad recree el imaginario romántico del desplazamiento, una urgencia de aventuras alimentada por lecturas infantiles y adolescentes, bien sabemos que esa quimera ya casi no es factible. El acortamiento de las distancias por el aumento explosivo del tráfico aéreo en este mundo globalizado que conlleva a una multiplicidad ilimitada de ofertas guiadas por algoritmos, y que alientan los programas de la televisión también globalizada, nos dan cuenta que queramos o no, somos presas de una maquinaria que en este y otros aspectos pretende guiar nuestro diario quehacer, nuestras conductas e incluso, la materialidad de nuestros sueños. Mas, con la toma de conciencia de esta realidad irrefutable, despercudirse de ella depende de cada uno.
Para reconocer la idiosincrasia de un nuevo destino; su paisaje humano y cultural, es necesario- lo he aprendido en mis viajes-, contar con una suerte de bisturí mental; bisturí que te permita separar por capas lo que se te ofrece a primera vista, común denominador en este mundo global. Para ello es indispensable aguzar la observación y recurrir- cuando el idioma lo permita-, a la palabra, pues el conversar con quienes habitan un lugar es la mejor manera para tomarle el pulso y captar su esencia verdadera. Cartagena de Indias no ha sido la excepción.
Omitiré en mis palabras la presencia visible de la Cartagena moderna; grandes edificios y hoteles por doquier, una amplia infraestructura destinada a recibir a los cientos de miles de turistas que la visitan atraídos por las coloridas promociones del idílico caribe, que en este caso tiene un plus: la ciudad amurallada, vestigios de la primera época del continente conquistado, de la América colonial. Y así como como son cientos de miles quienes la visitan a lo largo del año, también son cientos las personas tratando de obtener un rédito de este turismo de masas, los más para la difícil subsistencia, pues es claro, lo que vemos es lo que quieren que veamos, y detrás de toda esa gente hay historias de miserias, quizás las mismas que acompañan a su pueblo desde el tiempo de la esclavitud. Algunas de esas miserias se pueden observar en las barriadas desde la espectacular vista desde el Cerro de la Popa, el cerro de mayor altura de Cartagena donde se alza el Convento de Santa Cruz de la Popa. Prueba de lo último es la presencia de soldados armados que vigilan el empinado trayecto que lleva a la cúspide.
El primer contacto con el atosigamiento que no da tregua de vendedores de todo tipo de comercio, el merchandising de la ciudad, con su amplio abanico de “ofertas”- artesanías de las más variadas, billetes antiguos, sombreros, joyas de fantasías, poleras y un largo etcétera, y en este largo etcétera hay que incluir el comercio que se hace con la figura de Pablo Escobar, el Rey del narcotráfico por más de dos décadas y que puso en jaque al estado colombiano, y cuya imagen aparece en poleras, sombreros, chapitas, billeteras y otros productos-, hasta los enganchadores, ya sea de agencias turísticas- muchas de dudosa credibilidad-, de joyerías con su producto estrella, la siempre codiciada esmeralda, o de restaurantes, constituye la primera capa que de una u otra manera hay que saber eludir. En una segunda capa, hay que aprender a convivir con los artistas callejeros, la mayoría raperos, que en grupos de tres o cuatro integrantes y premunidos de un parlante bluetooth, acompañan con su rapeo por cuadras a paseantes desprevenidos hasta conseguir con suerte un par de billetes; de estos grupos menciono a uno por lo perseverante, llamado “ Los Victoriosos”; cuatro morenos que de tanto encontrarme con ellos terminé improvisándoles respuestas rimadas en su mismo lenguaje de rap, ganándome sus simpatías. A los cantos del rap, hay que sumar los de decenas de ejemplares de María Mulata- pájaro local que de primera semeja un cuervo, y que acompaña a los cartageneros en cada quehacer de sus vidas cotidianas-, María Mulata que se ha ganado un monumento en la entrada de Boca Grande.
Esta Cartagena amurallada y colonial, es en sí un colorido caleidoscopio; cada esquina, calle o rincón pareciera ser la acuarela de algún artista; las casas y sus balcones, con sus macetas con flores o cubiertos de enredaderas que suben, trepan, se enroscan y florecen, en un amplio abanico de colores: trinitarias, buganvilias, jazmines y otras más; los detalles arquitectónicos que abundan; fue un deleite la observación de las variopintas formas de las aldabas, que resaltan en cada puerta o portón de las antiguas construcciones. En el desordenado recorrido que hice para conocer sus principales plazas, edificios patrimoniales, iglesias, que había seleccionado con anterioridad- desordenado pues la vieja ciudad en principio se presenta como un laberinto; cuando crees ir para un lado estás yendo para el lado contrario, y a pesar de andar con un plano, para quien nunca ha estado en ella, es común desorientarse-, fui conociendo esbozos de su paisaje humano. Parte de éste lo conforman decenas de mujeres que, por lo general en parejas, se distribuyen a lo largo y ancho del casco histórico. Estas mujeres morenas son las palenqueras y se nos presentan con sus atuendos típicos y la cesta de frutos que ponen sobre sus cabezas, dispuestas a ser fotografiadas, eso sí con el respectivo pago. Es su trabajo y es de mal gusto y poca ubicación el intentar obtener una fotografía sin su consentimiento. Con dos de ellas conversé; originarias de San Basilio de Palenque, primer pueblo libre de América, declarado Patrimonio Cultural e Inmaterial de la Humanidad y ubicado a unos 50 kilómetros de Cartagena. Los orígenes de San Basilio es una historia de Resistencia, como tantas de nuestra América, orígenes que se remontan a la fuga desde Cartagena de una treintena de esclavos al mando de Benkos Biohó, el año 1599, hacia las ciénagas de La Matuna y territorios aledaños. Este grupo junto a otros cimarrones que fueron escapando con posterioridad, resistieron a los contingentes armados de ibéricos que intentaron en reiteradas ocasiones volverlos a someter. Siguiendo sus tradiciones originarias de África formaron comunidades o palenques y, en 1613, al no lograr su sumisión, los españoles se vieron obligados a pactar un Tratado de Paz con ellos. Este Tratado fue violado por los propios hispánicos y, en 1621, apresan a Benkos cuando el líder visitaba Cartagena, siendo ejecutado en la misma ciudad. Años después, en 1691, ante la resistencia de este palenque y otros que se fueron agregando a lo largo del siglo XVII, en 1691, la Corona Española cede y a través de un Real Decreto confiere la libertad a la comunidad de San Basilio.
Jocelyn y Catalina- nombres de las dos afrodescendientes-, se explayan en historias de sus antecesoras; hablan de la importancia de los peinados y trenzas que se hacían las esclavas; tramas de cabellos que podían tener diferentes significados, los más importantes; mapas y rutas de escape, indispensables para el momento en que se concretaba una evasión; del mismo modo, alguno de estos peinados, sobre todo los moños, servían de escondite donde se guardaban pepitas de oro o las necesarias semillas para el cultivo en el inicio de una nueva vida en libertad.
Llama la atención al caminar por las angostas calles del casco histórico, la denominación de éstas. Pese a que en los planos éstas aparecen con numeración, calles y carreras, para en teoría hacer más fácil la ubicación, a la vez mantienen sus nombres históricos de tiempos pretéritos, lo que llama a la curiosidad por lo peculiar. Así encontramos calles tales como: Calle de los Estribos, Calle Estanco del Aguardiente, de la Iglesia, calle de la Amargura, de las Damas, calle de Gastelbondo, calle de la Mantilla, de la Sierpe, calle Tripita y Media, calle Tumbamuertos; en fin, una innumerable lista de nombres que esconden cada uno una historia, y que da para una crónica por sí sola.
En otro recorrido, en Getsemaní, barrio con personalidad propia y de características similares al casco histórico en cuanto a arquitectura, en las afueras de la ciudad amurallada- mientras observaba desde el puente Román la panorámica del Castillo de San Felipe de Barajas –, me habla un hombre delgado y encanecido. Se llama Alberto Romero Betancourt y es compositor. A sus 78 años es un conversador de fuste y, en los siguientes veinte minutos, es mi compañía parlante de regreso al casco histórico. Me conversa de los grandes músicos con los que le tocó compartir, de historias de canciones y de sus autores. Es un verdadero almanaque de la música de la región, rica y variada. Ante la pregunta de … A qué viene uno a este mundo, no tarda en responder: Primeramente, a disfrutar de las mujeres (después me aclararía que incluye en este ítem a la familia y los hijos), y agrega la amistad y la buena música. Y con eso basta, dice. El resto del trayecto el dicharachero hombre camina a la par conmigo entonando sus últimas canciones, alegre y despreocupado, como pareciera que es la vida en esta ciudad bullanguera.
Algo que nunca debe faltar en un viaje es la visita de algún museo, por constituir una fuente de acercamiento a la cultura local. En el tráfago de unos pocos días conocí el Museo del Oro y el de la Inquisición, estos dos a uno y otro lado de la Plaza Simón Bolívar, además de ver una exposición de arte visual en el Centro de Formación de la Cooperación Española, ubicado en el Claustro de Santo Domingo. El primero presentaba una exposición bautizada “6000 años. Entre la Tierra y el Agua”, que nos introduce en las llamadas culturas anfibias, de pueblos ancestrales que habitaron territorios de la gran ciénaga colombiana, y que dan cuenta de las primeras cerámicas confeccionadas en el continente, por un lado, hasta desarrollar más tarde en su evolución estos pueblos una larga tradición en relación a la orfebrería, llegando a niveles de gran perfección en la confección de joyería de oro, a través de colados o en el exigente arte de la filigrana. A lo largo de diecisiete siglos estas culturas anfibias enfocaron su quehacer adaptándose al ritmo de las especies; así, en tiempos de aguas bajas seguían la subida de los peces por los ríos para el desove y, en época de lluvias, buscaban los playones para cazar la hicotea – un tipo de tortuga- y recolectar sus huevos, además de cazar mamíferos nocturnos. En el ámbito de la cerámica llama la atención la inmensa y variada cantidad de representaciones femeninas, lo que indica que la mujer jugaba un importante rol en estas sociedades.
De regreso al trajín citadino, en otro rincón, en el Pasaje de los Estribos, me detengo ante una casa colonial que deja entrever, a través de una gran reja de barrotes de hierro forjado, un hermoso e impresionante árbol, del que cuelgan especies de lianas o troncos más delgados. En ese momento escucho a mis espaldas una voz de mujer que me habla. Me doy vuelta y veo que se trata de una agraciada morena, la mujer de ébano, en la que resalta como la copa de un árbol su frondoso cabello azabache. Ella está en la puerta de un restorán que promociona y me ofrece la cena del lugar. Me excuso, pero antes de retirarme, le pregunto si conoce el nombre del árbol que hace algunos segundos admiraba, declarándome un ignorante en lo que concierne al reino vegetal. Ella me dio el nombre, que rápidamente olvidé. Mucha gente piensa que es el árbol del caucho, pero no lo es, me dice. A éste lo llaman también “caminante”, pues en ciertas condiciones y en su hábitat de origen, se desplaza por un peculiar mecanismo algunos metros, a través de raíces aéreas que buscan una nueva posición. La morena es una apasionada del tema y, olvidando sus deberes de promotora de la cocina del restorán, se explaya por largos minutos, cual Sherezade en Las Mil y unas Noches, contando sus historias, pero en este caso, la historia del Reino Vegetal que domina a cabalidad.
En el atardecer cartagenino el intenso calor que agobia durante el día se vuelve más soportable, y es el momento que la ciudad se puebla de estampas nostálgicas, al irrumpir decenas de carruajes, tirados todos por un solo caballo- escena no apta para animalistas-, que recorren los principales puntos de la ciudad llevando visitantes, con el cochero en su rol de guía turístico, abarcando desde la Plaza de las Bóvedas hasta la Plaza de los Coches, traquetear de herraduras en cada estrecha callejuela de la ciudad amurallada. Hacia el mar Caribe los colores se suceden unos a otros, desde tonalidades de fucsias hasta pinceladas anaranjadas y, cuando ya es el crepúsculo, a la ciudad amurallada la envuelve desde el horizonte una capa azulina, que te lleva a escenas que están en ti porque las has leído, por tanto, las has vivido. Así no resulta extraño ver a Florentino Ariza tras los pasos de su Fermina Daza o en sus innumerables aventuras pasionales, e incluso al mismo Gabriel García Márquez saliendo de su casa a disfrutar del aire caribeño.
La noche de Cartagena es la prolongación del bullicio, tanto en el casco viejo como en Getsemaní o el sector de Boca Grande, en las afueras de la muralla; cumbias, rumbas, salsa, se escuchan por doquier. Se iluminan las antiguas “Chivas” en un invento para el turista, transformadas en salones de baile y bar; así hombres y mujeres se entregan a la fiesta recorriendo las calles de las zonas tanto del centro como de Boca Grande, bastión de la principal oferta hotelera.
Cada nuevo día comienza como el anterior; los promotores de tours a las paradisíacas playas del caribe no dan tregua, y ofrecen el oro y el moro, pero bien sabemos que lo ofertado nunca es lo que dicen, cosa que más tarde, al comprar un periódico, corroboro en un reportaje donde se recogen denuncias de turistas en cuanto a la precariedad de muchos de estos paseos turísticos, la ausencia de medidas y elementos de seguridad, y la ocurrencia de algunos accidentes, afortunadamente, menores. Se trata del turismo depredador que no respeta nada, y que, de seguir así, poco a poco acabará con lo mejor de estos incomparables parajes.
Como en otras ocasiones, la poesía se hace presente. Y llega en la presentación de una antología en el Claustro de la Merced, de la Universidad de Cartagena. Allí, teniendo a sus espaldas el monumento dedicado al Premio Nobel Gabriel García Márquez, donde se encuentran sus cenizas y la de su esposa, me trasladé a otras dimensiones llevado por la voz grave y cadenciosa de Rómulo Bustos Aguirre. Una poesía profunda, mística y misteriosa; una poesía que levita, y que a la vez nos hace levitar al escucharla:

Cenzontle
Pájaro numeroso el cenzontle
Ahora es una violina
Después un azulejo, un muchacho que silba
un sangretoro, un turpial
De cuatrocientos pájaros habla la etimología náhuatl
Pero, a veces, pareciera cansarse
de ser tantos pájaros
y ensaya un misterioso silencio
Todo su adentro calla
como si se escuchara a sí mismo callando
como si descubriera que en su silencio habita otro
/pájaro
que canta
suspendido en su ramaje interior
Es quizás, entonces, más cenzontle el cenzontle

Poesía que puede jugar a la trascendencia, para ayudarnos a vivir, en las palabras de Santiago Espinosa en el posfacio del libro; poemas elaborados como el arte de la filigrana, poesía que, a horas de haberla escuchado se sigue oyendo; sus sonidos y sus silencios, como si una tenue onda expansiva continuara en un abarcador recorrido, hablándonos tal vez, de lo eterno que va más allá de lo finito de la vida y que está en el corazón de todo arte.

Lo Eterno
Lo eterno está siempre ocurriendo
ante tus ojos
Vivo y opaco como una piedra
Y tú debes pulir esa piedra
hasta hacerla un espejo en que poderte mirar
mirándola
Pero entonces el espejo ya será agua y escapará
entre tus dedos
Lo eterno está siempre en fuga ante tus ojos

Con este hermoso poema termino esta crónica, buscando lo eterno en el corazón de todo lo que nos rodea. “La mudanza del alma no se produce después de la vida, sino durante”, nos dice el mismo Cees Nooteboom de la cita inicial de esta crónica, y en esta mudanza me pienso árbol. Soy árbol caminante en reposo, presto para un nuevo viaje.

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