«Un pan no se niega a nadie»
Después de tomar un delicioso café espresso en el República de Playa Ancha y aprovechando la hermosa jornada primaveral, decidí bajar hasta la playa Las Torpederas para luego caminar por el Paseo Altamirano y recorrer su hermoso borde costero hasta la caleta El Membrillo.
Las Torpederas estaba repleta de porteñas y porteños de todas las edades, quienes disfrutaban un verdadero día veraniego a principios de noviembre, ya sea tomando el sol o nadando en las quietas aguas de esta popular playa de Valparaíso, pero, además, esta gran concurrencia se debía a que durante toda la mañana se estaban desarrollando distintas actividades deportivas acuáticas en dicho lugar. Pude disfrutar así, durante un rato, de estos “panamericanos populares”, deleitándome con la natación y las competencias sobre tablas y en kayaks.
Avenida Altamirano es muy concurrida los días domingo, especialmente en el tramo comprendido entre playa Las Torpederas y playa San Mateo, resaltando la presencia de numerosas familias, incluyendo por supuesto a las mascotas, los deportistas de a pie y en bicicleta que, desde distintos lugares de Valparaíso, pero principalmente del cerro Playa Ancha, acuden a disfrutar del paisaje y el saludable aire marino mientras pasean o desarrollan sus actividades deportivas.
En el paradero de El Membrillo tomé una micro local para dirigirme a la panadería Tahona, una de mis favoritas en Valparaíso por su crujiente pan batido y sus exquisitas roscas de limón. Eran las 13.30 horas cuando ingresé al local en el preciso instante en que el panadero, impecablemente vestido de blando, vaciaba el canasto de pan batido en los depósitos acondicionados para su venta, impregnando el local de un irresistible aroma del pan recién horneado. A la compra de algunas unidades de pan le agregué dos roscas de limón, para el café le dije a la muchacha que cordialmente me atendió.
Al salir del local debí estoicamente resistir la tentación de comer un trozo de pan, pero como ya era un poco tarde y tenía por misión llegar con pan para el almuerzo, seguí a paso rápido hasta avenida Errázuriz, a la altura de Bellavista, para tomar la micro rumbo a casa. Me subí a la primera que apareció en circulación, ya que los domingos no hay que hacerse de rogar esperando el bus preciso puesto que disminuye notoriamente la presencia y frecuencia de la locomoción colectiva. Resultó ser una micro de las que van al interior, en este caso con destino a Quilpué.
Al pagar tercera edad me percaté que el conductor era de mi generación y seguramente por eso recibió el dinero del pasaje sin ningún reclamo o mala cara, cosa habitual cuando los pasajeros somos de la tercera edad o estudiantes, debido a la rebaja de la tarifa que, por derecho, cancelamos.
La radio reproducía, a un volumen bastante grato, música de los años sesenta y setenta y al ir a tomar asiento me percaté que era el único pasajero. Desde el sector de la Aduana no había subido nadie aún. Me senté en el primer asiento, al lado de la puerta y en el preciso instante en que miraba por la ventana las veredas vacías el conductor me dijo “no anda nadie en las calles hoy y eso que es un lindo día, esta es la segunda vuelta que hago y en total he recaudado como treinta mil pesos. No me alcanza ni para pagar el petróleo”.
Iniciamos así una conversación en que ambos esgrimimos distintas causas para argumentar la escasa presencia de personas, especialmente pasajeros en este caso, pero que finalmente se resumían “en las dificultades económicas por la que estamos pasando, la vida se hace cada día más cara y las personas cuando pueden quedarse en sus casas ahorrándose el valor de los pasajes, así lo hacen”, me dijo de manera muy serena y resuelta mi interlocutor.
Hasta ese momento todavía no había subido ningún otro pasajero, o pasajera, a la micro y ya estábamos a la altura del Mercado Cardonal. En la radio, Leonardo Fabio, con su armoniosa y gruesa voz de chucao, cantaba “Pantalón Cortito”, mientras el conductor me contaba que todavía le quedaba una vuelta más de trabajo y, “por lo general trabajo, doce horas al día, pero ya estoy cansado, mañana voy a renunciar”, terminó su frase de forma calmada y decidida.
No pude sino asentir calladamente ante esta decisión, ya que siendo de mi edad, según mi cálculo, debería haberse jubilado hace ya varios años atrás, pero parece que me leyó el pensamiento, puesto que argumentó que “debería haberme jubilado hace como cinco años atrás, pero con esto de las pensiones miserables de las AFP uno tiene que estirar el chicle lo más posible, no hay otra cosa que hacer, seguir poniéndole el hombro no más”.
En el paradero frente a la Universidad Católica subieron dos personas más y en Caleta Portales una señora y dos niñas aumentaron el número de pasajeros a 6 en total. Sin duda alguna un día domingo “muy flojo”, como me había dicho durante la conversación el conductor.
La próxima parada era la mía y al levantarme y solicitarle que me dejara en el próximo paradero el chofer me dijo con entusiasmo: “Ah! Era usted el del olor del pan recién horneado. Lo venía sintiendo desde hace rato”. Si, estaba recién salido del horno cuando lo compré, le respondí, ¿le puedo ofrecer un batido?
“¿Está seguro?, yo se lo acepto de buena gana, por la hora y porque el olor me abrió el apetito y usted sabe que todos los chilenos somos buenos para el pan”.
Al detenerse en el paradero, abrí la bolsa de papel y le ofrecí un aromático y crujiente pan batido antes de descender del bus.
Guillermo Correa Camiroaga, Valparaíso 5 noviembre 2023